‘Es imposible transmitir la voz humana a través de cables’ (1865)

Corría el año 1854 cuando Antonio Meucci, un ingeniero italiano que había emigrado a Estados Unidos, construyó un teléfono rudimentario para conectar la oficina en la que trabajaba con su dormitorio, en el que reposaba su esposa, aquejada de reumatismo. Como no disponía de los 250 dólares necesarios para patentar el invento, envió los planos y materiales a una empresa para que los estudiaran, pero no les prestaron la menor atención (¡unos genios, oiga usted!).

Años después, la información cayó en manos de Alexander Graham Bell, que se sirvió de la misma para desarrollar su teléfono y patentarlo en 1876. Para él fueron el dinero, la fama y la gloria. Tanto es así que no fue hasta el 11 de junio de 2002 cuando el congreso de los Estados Unidos aprobó la resolución 269 que reconocía que el inventor no fue Bell sino Meucci.

Como imaginaréis, a mediados de la década de 1860, poca gente, por no decir casi nadie, podía siquiera imaginar que fuera posible hablar con otras personas situadas a decenas o incluso centenares de kilómetros. Este extracto, que pertenece a una noticia publicada en un periódico de Boston en 1865, da fe de ello:

Un hombre de unos 43 años de edad llamado Joshua Coppersmith ha sido arrestado por intentar obtener financiación de personas ignorantes y supersticiosas exhibiendo un artefacto que según él puede conducir la voz humana a cualquier distancia mediante cables metálicos. Al instrumento lo llama «teléfono», tratando de imitar obviamente a la palabra «telégrafo» y ganarse la confianza de aquellos que conocen el éxito de este último aparato. Las personas bien informadas saben que es imposible transmitir la voz humana a través de cables, tal y como se puede conseguir con los puntos y los guiones gracias al código Morse. Las autoridades que han detenido al criminal deben ser felicitadas y se espera que el castigo llegará pronto y será el adecuado, de manera que servirá como ejemplo para otros delincuentes sin remordimientos que se enriquecen a expensas de sus semejantes.

Más allá de que, efectivamente, Joshua Coppersmith fuera un trilero que trataba de engañar al personal para ganar dinero fácil, lo destacable es la incredulidad que muestra el autor del texto ante la supuesta «barbaridad» que trataba de vender el acusado. A saber la de cosas que hoy consideramos imposibles y que en un futuro no muy lejano se considerarán completamente normales…

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